Las exposiciones colectivas –todas- revelan sólo a medias sus intenciones. Frente a las obras de estos dos artistas, Manuel Chabrera y Tomo Vran, las relaciones que pudiéramos extraer de la simple visión y del enfrentamiento con lo expuesto poco nos dirían de las concomitancias que cohesionan con acierto la mirada especular que la muestra permite. Ambos autores provienen y han avanzado desde campos creativos –la arquitectura y el diseño, respectivamente- que, si bien les ofrecían los cauces propios de cada medio, no les posibilitaban convertirse en altavoz de una expresión desbordada y que hasta el descubrimiento de la pintura -y la asunción de la misma como una posibilidad y horizonte, tanto vital cuanto profesional-, habían quedado como una pulsión latente, interna, un volcán a punto de erupcionar. Ambos, sin abandonar definitivamente la dedicación precedente, llegaron a un punto crítico de decisión, una senda sin retorno. Vran aceptaría este nuevo estadio creador a fines de la década de los setenta, Chabrera combinará desde siempre ambas facetas.Al abordar, desde el texto, la reflexión crítica de una exhibición como ésta -bicéfala, paralela-, uno siempre tiene la tentación de establecer un parangón clásico, si bien respetando algunos matices de la contemporaneidad. Ambos artistas comparten la predilección por el gesto y la asonancia cromática como númenes creadores de la estructura pictórica. Otro de los puntos clave que les hacen converger es la constante necesidad de situarse en la tesitura de la evolución. Ello se hace patente en la voluntad implícita en ambas obras por recoger y proyectar el conocimiento de la historia de la pintura y reivindicar los avances obtenidos en este campo en el último medio siglo, precisamente ahora en que los saberes pretéritos han caído tan en el olvido a nivel general.Leo en una entrevista de hace algunos años que Chabrera define su actuación gestual como una suerte de danza ritual. No es nueva esta definición. Las fotografías de Hans Namuth demostraron al mundo que el método de trabajo de Jackson Pollock iba mucho más allá de cualquier proceso pictórico conocido, en el que el acto de pintar poseía tanta importancia como lo pintado. Harold Rosenberg, ante estos ataques directos y viscerales, afirmó que lo que iba a surgir en la tela no era un cuadro, sino un suceso. Como pronto –a partir de los cincuenta- iban a constatar distintos teóricos, las propuestas pictóricas de posguerra tomaron la difícil decisión de trascender los procesos de actuación ortodoxos, siendo éstos sustituidos por mecanismos de acción directa sobre materiales y soportes que iban a ser precedentes de actuaciones performativas posteriores. Cada uno a su modo, Lucio Fontana, Pollock, Georges Mathieu o Yves Klein, entre otros, iban a fundamentar estos procesos.
El gesto, precisamente, unifica también dos tradiciones artísticas y culturales: la oriental –contenida, que concentra toda la presión del intelecto en el instante definitivo del movimiento manual- y la occidental –expansiva, que ve en el plano pictórico una extensión de la dimensión cotidiana-. Un punto de inflexión entre lo espiritual y lo terrenal. Los drippings, vertidos y salpicaduras, muy presentes en la producción de Tomo Vran desde mediados de los ochenta, coincidiendo con su decantación hacia formas puramente abstractas, no parecen fruto de un interés por la interactuación corporal con las superficies; en cambio, transmiten el anhelo por hallar la belleza en lo fortuito, en lo accidental, evitando un control estricto sobre los resultados, algo también perfeccionado a mediados del siglo pasado. Tales posiciones son coherentes con la evolución creativa del artista esloveno, que residen en la lógica –si algo de lógica posee el mundo del arte- de un camino ascendente desde los predios de la figuración hasta alcanzar los términos de la abstracción lírica y espacial. Los márgenes de libertad -conceptual, técnica- son siempre mayores en esta última que en aquella. Nos hallamos, por tanto, frente a un camino de espiritualidad, que no desprecia presentarse preñado de referencias mitológicas y, lo que es mucho más interesante, simbólicas.
Desde el estilo de lo vehemente y lo informal, de intensa contrastación tonal y cromática, la obra de Chabrera, por el contrario, se nos muestra como el resumen de una mirada inquiriente hacia el mundo de lo cercano, una mirada que no desdeña presentarse como crítica para con la atosigante realidad que, sin renegar de su compromiso con la denuncia y de su responsabilidad en la reedificación de aquella, contiene siempre el hálito de esperanza del soñador incansable con un mundo pleno de igualdades y posibilidades.
Más allá del contenido, se observan también elocuentes diferencias consonantes en la edificación de la forma: escrutando atentamente, no nos costará demasiado descubrir que en la producción de Tomo Vran todos los elementos esenciales –fondo y forma- caminan al unísono para la recreación de un espacio alternativo: el cuarto espacio de lo pictórico. Aquel que une las dimensiones comunes –sobre todo la dimensión de profundidad- con el lugar que reserva la mente para la evocación y la memoria. En las piezas de Chabrera, bien sean estas sobre lienzo o papel, el fondo siempre es, conscientemente, elemento sustentante –generalmente blanco, sinónimo del gran vacío de lo insondable o de la pared sobre la que imponer una noticia- sobre el que se disponen grafismos, acciones y gestos. La obra de Chabrera se conquista por la lectura; la de Vran por inmersión. Una nos obliga a implicarnos, a ser asumida en horizontal y con la perspectiva de la conciencia social, la nos otra impele a sumergirnos, a emprender un viaje insondable hacia la evasión.
Dudo mucho –y bien que lo siento- que la pintura de Manuel Chabrera y de Tomo Vran se ponga de moda a medio plazo dentro de este complejo conglomerado de intereses que George Dickie renombró como el círculo del arte. Y mejor que no lo hagan. Deambular, casi arrastrarse, tras lo dictados de la moda y el mercado, han sido secularmente –como ya señalara, clarividente, Cennino Cennini en su tratado, ya hace casi seis siglos- un modo seguro para alcanzar prescindibles resultados inmediatos e inevitables fracasos eternos. Hoy gran parte de la pintura que se produce, para serlo y reivindicarse como posibilidad, dentro de nuestra actual contemporaneidad homogeneizada y tan políticamente correcta, debe ser ácida, hiriente, textual, angustiada, pornográfica, deshumanizada; debe expresar la rabia provocada por las desazones de género, del cuerpo, de la política, debe exaltar la figura y denigrar al hombre, debe auparse en los valores de una sociedad de consumo y extender el mensaje de la inmediatez, de la indolencia, de la novedad y el éxito perentorio como necesidades o cualidades. No hay lugar para la belleza, ni para la espiritualidad. Ni para la personalidad o la creencia en valores permanentes. Tampoco lo hay para voluntad de trascendencia e inmanencia. Pero paciencia, más pronto que tarde todo cambiará.
Iván de la Torre Amerighi.
Crítico e Historiador del Arte.